domingo, 23 de septiembre de 2012

¡¡¡...EL VERDADERO SENTIDO DE LA COMPACIÓN...!!!

En 1986, en el valle de Katmandú, escuché el siguiente relato de voz de su autora Joanna Macy, quien por muchos años residiera en una comunidad de refugiados tibetanos en el norte de la India, bajo la supervisión espiritual de Khamtrul Rinpoche, uno de los más grandes lamas de la tradición Nyingma o antigua del Budismo Tibetano. En el encuentro, una profunda enseñanza de suprema sencillez, que pienso comunica la esencia del Budismo Tibetano.
 
“Era una de las muchas horas del té que compartía con Khamtrul Rimpoché, la cabeza de una comunidad de refugiados de Kham (este del Tibet) que residía en Dalhousy, India. Junto con dos tulkus menores o lamas encarnados, hacíamos planes para la construcción de un centro de producción artesanal.
 
Como de costumbre, Khamtrul Rimpoché tenía un lienzo estirado a su lado, en el cual, con amable ecuanimidad, pintaba mientras bebíamos nuestro té y charlábamos. Su cara enorme, redonda, y alegre, exudaba una confianza serena en torno al eventual éxito de nuestros proyectos.
 
Yo, como de costumbre, estaba atrapada en la urgencia de desarrollar nuestros planes para la organización de la cooperativa artesanal y las múltiples solicitudes de subsidio que mandábamos al gobierno Indio y a muchas otras organizaciones. No podía saber entonces, que este esfuerzo resultaría finalmente en el asentamiento monástico de Tashi Jong, donde unos años más tarde, en tierras adquiridas en el Valle de Kangra en las estribaciones del Himalaya, una comunidad de más de 400 monjes y laicos khampas tibetanos, asentarían sus raíces en el exilio.
 
En esta tarde particular, una mosca cayó en mi té. Eso era por supuesto, algo sin importancia. Después de un año en la India, me consideraba inmune a la omnipresencia de los insectos, hormigas en mi azucarera, arañas en la alacena, e incluso por la mañana alacranes en mis zapatos. Sin embargo, al levantar mi taza, he debido haber revelado, por mi expresión facial o un pequeño sonido, la presencia de la mosca. Choegyal Rinpoché, el tulku de dieciocho años de edad que se convertiría en mi amigo de toda la vida, se inclinó hacia adelante con simpatía y preocupación. “¿Qué pasa?” “Oh, nada”, dije “no es más que una mosca en mi té” Me reí un poco para comunicar mi aceptación y compostura. No quería que pensara que unos simples insectos eran un problema para mí; después de todo, yo era ya una occidental acostumbrada a la India, relativamente libre de fobias y apegos a la salubridad moderna.
 
Choegyal canturreó suavemente, aparentemente en conmiseración con mi apuro, “Oh, oh, una mosca en el té”. “No hay problema”, reiteré, sonriendo en forma reconfortante. Pero él siguió mostrando una gran preocupación en mi taza. Se levantó de su silla, se inclinó e introdujo su dedo en mi té. Con mucho cuidado sacó a la mosca ofensora y salió del cuarto apresurado. Se reanudó la conversación en la mesa. Estaba ansiosa por conseguir la confirmación de Khamtrul Rimpoché en torno a los planes para asegurarnos de lana tibetana de gran altitud, indispensable para nuestra producción tradicional de alfombras.
 
Cuando Choeyal Rinpoché regresó a la casa de campo, se encontraba radiante. “Va a estar bien”, me dijo en voz baja. Me explicó cómo había colocado a la mosca en la hoja de una rama de un arbusto cercano a la puerta, donde sus alas podrían secarse. Y la mosca estaba todavía viva, porque había comenzado a desplegar sus alas, y seguramente alzaría pronto su vuelo.
 
Eso es lo que recuerdo de esa tarde –no los acuerdos a los que llegamos o los planes que hicimos, sino el informe de Choegyal en torno al hecho de que la mosca viviría. Y recuerdo, también, la risa en mi corazón. No podría, con toda justicia, compartir todas las dimensiones de la compasión de Choegyal, pero el placer en su cara revelaba cuánto me estaba perdiendo, al no extender mi preocupación personal hacia todos los seres, incluyendo las moscas. A su vez, la mera noción de que tal cosa fuera posible me llenó de deleite ilimitado.
 
Mi siguiente lección ese verano también ocurrió de un modo casual, de paso. Para ayudar a los tibetanos, quería contar su historia al mundo, una historia que yo justamente comenzaba a descubrir. Tenía fotos impresionantes de los tibetanos en el exilio, de sus caras y artesanías, y los majestuosos bailes de los lamas ataviados en sus vestimentas rituales. Concebí un artículo ilustrado para una publicación popular, como el National Geographic; pero para atrapar la simpatía de los occidentales y lograr su apoyo, ese artículo, creía, debería incluir los horrores de los cuales estos refugiados habían escapado. No obstante, las historias de inhumanidad abrumadora y de torturas aplicadas a los tibetanos por parte de los invasores chinos, me habían llegado tan sólo en forma periférica, en arrebatos, por parte de laicos y de otros occidentales. Por lo general, los grandes lamas eran renuentes a describir o abordar estas historias.
 
Presenté mi argumento a Choegyal Rinpoché, el más accesible de los jóvenes tulkus. Él contaba con trece años de edad cuando los chinos invadieron su monasterio, y guardaba sus propios recuerdos de lo que los soldados le habían hecho a sus monjes y lamas. En aquel entonces, yo contaba con una curiosidad malsana con respecto a esos espantosos relatos, quizás desarrollada en mi infancia por el periodismo amarillista de los suplementos dominicales de Nueva York y por las películas de horror sobre antiguas torturas chinas. Sin embargo, sabía que tales historias llamarían la atención de los lectores occidentales y propiciarían el apoyo a la causa tibetana,
 
Sólo cuando pude convencer a Choegyal que el compartir estos recuerdos con el público occidental, ayudaría a la lucha de los refugiados tibetanos, él comenzó a revelar algunos de los pormenores de lo que antes de su huida del Tibet, había visto y sufrido de mano de los invasores chinos. Las historias salieron en pedazos, durante conversaciones, cuando hacíamos una pausa fuera del nuevo centro artesanal de producción o caminábamos hacia el monasterio provisional. Sólo entonces divulgó algunos de los detalles de lo que había ocurrido. Muchos de estos, como las formas de intimidación, coerción y la tortura utilizada, han llegado a ser hoy en día, más de medio siglo más tarde, del dominio público.
 
Curiosamente, la lección que aprendí, y que quedará por siempre conmigo, no gira entorno a la ya conocida infinita capacidad humana para la crueldad. Por el contrario, estábamos parados con Choegyal bajo un árbol de rododendro, la luz del sol titilando en su cara a través de las hojas y de las flores del color de su hábito. Justamente acababa de decirme lo que quizás era su recuerdo más doloroso –lo que los militares chinos habían hecho a sus monjes en el gran salón de oración, mientras sus maestros lo escondían en la falda de una montaña cercana al monasterio. Me quedé sin aliento sobrecogida y respiré fuerte para contener la tristeza y el enojo que me embargaba. Luego me detuve por la mirada que me dirigió, con ojos brillantes de lágrimas no derramadas.
 
“Pobres chinos”, murmuró.
 
Con un estremecimiento de reconocimiento, me di cuenta que las lágrimas en sus ojos no se derramaban por sí mismo o por sus monjes o por el que fue el gran monasterio de Dugu en la tierra de Kham en Tibet Occidental. Esas lágrimas eran para los propios destructores.
 
“Pobres chinos”, dijo, “no se dan cuenta de lo que hacen. Todas sus acciones tendrán reacciones. Solo se dañan a si mismos”.
 
No puedo emular el alcance de esa compasión, pero la he visto, la he reconocido. Ahora se que su expresión está dentro de nuestra capacidad humana. Y eso cambia para mí permanentemente la cara de la vida.

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