En 1986, en el valle de
Katmandú, escuché el siguiente relato de voz de su autora Joanna Macy, quien
por muchos años residiera en una comunidad de refugiados tibetanos en el norte
de la India, bajo la supervisión espiritual de Khamtrul Rinpoche, uno de los
más grandes lamas de la tradición Nyingma o antigua del Budismo Tibetano. En el
encuentro, una profunda enseñanza de suprema sencillez, que pienso comunica la
esencia del Budismo Tibetano.
“Era una de las muchas horas del té que
compartía con Khamtrul Rimpoché, la cabeza de una comunidad de refugiados de
Kham (este del Tibet) que residía en Dalhousy, India. Junto con dos tulkus
menores o lamas encarnados, hacíamos planes para la construcción de un centro
de producción artesanal.
Como de costumbre, Khamtrul Rimpoché tenía un
lienzo estirado a su lado, en el cual, con amable ecuanimidad, pintaba mientras
bebíamos nuestro té y charlábamos. Su cara enorme, redonda, y alegre, exudaba
una confianza serena en torno al eventual éxito de nuestros proyectos.
Yo, como de costumbre, estaba atrapada en la
urgencia de desarrollar nuestros planes para la organización de la cooperativa
artesanal y las múltiples solicitudes de subsidio que mandábamos al gobierno
Indio y a muchas otras organizaciones. No podía saber entonces, que este
esfuerzo resultaría finalmente en el asentamiento monástico de Tashi Jong,
donde unos años más tarde, en tierras adquiridas en el Valle de Kangra en las
estribaciones del Himalaya, una comunidad de más de 400 monjes y laicos khampas
tibetanos, asentarían sus raíces en el exilio.
En esta tarde particular, una mosca cayó en mi
té. Eso era por supuesto, algo sin importancia. Después de un año en la India,
me consideraba inmune a la omnipresencia de los insectos, hormigas en mi
azucarera, arañas en la alacena, e incluso por la mañana alacranes en mis
zapatos. Sin embargo, al levantar mi taza, he debido haber revelado, por mi
expresión facial o un pequeño sonido, la presencia de la mosca. Choegyal
Rinpoché, el tulku de dieciocho años de edad que se convertiría en mi amigo de
toda la vida, se inclinó hacia adelante con simpatía y preocupación. “¿Qué
pasa?” “Oh, nada”, dije “no es más que una mosca en mi té” Me reí un poco para
comunicar mi aceptación y compostura. No quería que pensara que unos simples
insectos eran un problema para mí; después de todo, yo era ya una occidental
acostumbrada a la India, relativamente libre de fobias y apegos a la salubridad
moderna.
Choegyal canturreó suavemente, aparentemente
en conmiseración con mi apuro, “Oh, oh, una mosca en el té”. “No hay problema”,
reiteré, sonriendo en forma reconfortante. Pero él siguió mostrando una gran
preocupación en mi taza. Se levantó de su silla, se inclinó e introdujo su dedo
en mi té. Con mucho cuidado sacó a la mosca ofensora y salió del cuarto
apresurado. Se reanudó la conversación en la mesa. Estaba ansiosa por conseguir
la confirmación de Khamtrul Rimpoché en torno a los planes para asegurarnos de
lana tibetana de gran altitud, indispensable para nuestra producción
tradicional de alfombras.
Cuando Choeyal Rinpoché regresó a la casa de
campo, se encontraba radiante. “Va a estar bien”, me dijo en voz baja. Me
explicó cómo había colocado a la mosca en la hoja de una rama de un arbusto
cercano a la puerta, donde sus alas podrían secarse. Y la mosca estaba todavía
viva, porque había comenzado a desplegar sus alas, y seguramente alzaría pronto
su vuelo.
Eso es lo que recuerdo de esa tarde –no los
acuerdos a los que llegamos o los planes que hicimos, sino el informe de
Choegyal en torno al hecho de que la mosca viviría. Y recuerdo, también, la
risa en mi corazón. No podría, con toda justicia, compartir todas las
dimensiones de la compasión de Choegyal, pero el placer en su cara revelaba
cuánto me estaba perdiendo, al no extender mi preocupación personal hacia todos
los seres, incluyendo las moscas. A su vez, la mera noción de que tal cosa
fuera posible me llenó de deleite ilimitado.
Mi siguiente lección ese verano también ocurrió
de un modo casual, de paso. Para ayudar a los tibetanos, quería contar su
historia al mundo, una historia que yo justamente comenzaba a descubrir. Tenía
fotos impresionantes de los tibetanos en el exilio, de sus caras y artesanías,
y los majestuosos bailes de los lamas ataviados en sus vestimentas rituales.
Concebí un artículo ilustrado para una publicación popular, como el National
Geographic; pero para atrapar la simpatía de los occidentales y lograr su
apoyo, ese artículo, creía, debería incluir los horrores de los cuales estos
refugiados habían escapado. No obstante, las historias de inhumanidad
abrumadora y de torturas aplicadas a los tibetanos por parte de los invasores
chinos, me habían llegado tan sólo en forma periférica, en arrebatos, por parte
de laicos y de otros occidentales. Por lo general, los grandes lamas eran
renuentes a describir o abordar estas historias.
Presenté mi argumento a Choegyal Rinpoché, el
más accesible de los jóvenes tulkus. Él contaba con trece años de edad cuando
los chinos invadieron su monasterio, y guardaba sus propios recuerdos de lo que
los soldados le habían hecho a sus monjes y lamas. En aquel entonces, yo
contaba con una curiosidad malsana con respecto a esos espantosos relatos,
quizás desarrollada en mi infancia por el periodismo amarillista de los
suplementos dominicales de Nueva York y por las películas de horror sobre
antiguas torturas chinas. Sin embargo, sabía que tales historias llamarían la
atención de los lectores occidentales y propiciarían el apoyo a la causa
tibetana,
Sólo cuando pude convencer a Choegyal que el
compartir estos recuerdos con el público occidental, ayudaría a la lucha de los
refugiados tibetanos, él comenzó a revelar algunos de los pormenores de lo que
antes de su huida del Tibet, había visto y sufrido de mano de los invasores
chinos. Las historias salieron en pedazos, durante conversaciones, cuando
hacíamos una pausa fuera del nuevo centro artesanal de producción o caminábamos
hacia el monasterio provisional. Sólo entonces divulgó algunos de los detalles
de lo que había ocurrido. Muchos de estos, como las formas de intimidación,
coerción y la tortura utilizada, han llegado a ser hoy en día, más de medio
siglo más tarde, del dominio público.
Curiosamente, la lección que aprendí, y que quedará
por siempre conmigo, no gira entorno a la ya conocida infinita capacidad humana
para la crueldad. Por el contrario, estábamos parados con Choegyal bajo un
árbol de rododendro, la luz del sol titilando en su cara a través de las hojas
y de las flores del color de su hábito. Justamente acababa de decirme lo que
quizás era su recuerdo más doloroso –lo que los militares chinos habían hecho a
sus monjes en el gran salón de oración, mientras sus maestros lo escondían en
la falda de una montaña cercana al monasterio. Me quedé sin aliento sobrecogida
y respiré fuerte para contener la tristeza y el enojo que me embargaba. Luego
me detuve por la mirada que me dirigió, con ojos brillantes de lágrimas no
derramadas.
“Pobres chinos”, murmuró.
Con un estremecimiento de reconocimiento, me
di cuenta que las lágrimas en sus ojos no se derramaban por sí mismo o por sus
monjes o por el que fue el gran monasterio de Dugu en la tierra de Kham en
Tibet Occidental. Esas lágrimas eran para los propios destructores.
“Pobres chinos”, dijo, “no se dan cuenta de lo
que hacen. Todas sus acciones tendrán reacciones. Solo se dañan a si mismos”.
No puedo emular el alcance de esa compasión,
pero la he visto, la he reconocido. Ahora se que su expresión está dentro de
nuestra capacidad humana. Y eso cambia para mí permanentemente la cara de la
vida.
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